Unidad – Dualidad

Las ciencias espirituales postulan la existencia de un principio eterno que, a falta de otro nombre, podemos llamar “Yo soy”, “Tao” o, simplemente, Dios o el Todo inmanifestado presente en la eternidad.

Unidad – Dualidad

La autorrevelación del “Dios inmanifestado” daría lugar a los siete planos de la manifestación universal (todo lo visible y lo no visible), con sus miríadas de criaturas. Se habla así de la Unidad que da lugar a la dualidad.

La ciencia, por su parte, con postulados como la “teoría del Big Bang”, nos dice que el Universo surge de la “explosión” de un “punto inicial” en el que la materia y la energía son infinitas, algo así como una minúscula partícula concentrada que, al explotar y expandirse, da lugar a la creación conjunta de la materia, el espacio y el tiempo.

Dejando de lado, momentáneamente, tales modelos cosmológicos, lo cierto es que nuestra percepción nos enseña que todo lo que somos capaces de observar, tiene su opuesto (luz-oscuridad, bien-mal, frío-caliente, masculino-femenino…). Y habiendo dualidad, surge, inevitablemente, la oposición o complementariedad.

La dualidad expresa la idea de oposición, contraste, desencuentro, carencia…, mientras que la Unidad sería la expresión de la plenitud y la perfección.

Los planteamientos dualistas, seguramente, por ser los más perceptibles, están presentes en muchos de los grandes filósofos modernos y de la antigüedad. En su máxima expresión, han dado lugar a la afirmación de que existen dos principios supremos, increados y antagónicos. En su aspecto más moderado, plantean el antagonismo entre Dios y el mundo, o entre el Espíritu y la materia.

Analicemos, si bien de manera somera, las concepciones dualistas platónicas que, de alguna manera, engloban una gran mayoría de las concepciones dualistas, al plantear el postulado de la existencia de dos mundos: el intangible y eterno de las Ideas y el mundo temporal y sensible de la materia, de la que deriva la idea del cuerpo como cárcel del alma.

La concepción dualista de Platón

Al igual que Sócrates, Platón creía en la existencia de la verdad universal, pero, a diferencia de su maestro, consideraba que tales verdades universales existían al margen del mundo sensible. Así, para Platón, el mundo material no era sino un reflejo de un mundo perfecto e ideal: el mundo de las ideas. Con tales planteamientos, Platón impregna todo su pensamiento de un evidente dualismo. Por un lado, deja constancia de que existe un mundo perfecto, inmutable, creado con anterioridad al mundo sensible (el mundo real) y, por otro, del mundo de lo no real, el mundo de las apariencias y lo fenoménico.

Por supuesto, para Platón, “las ideas” no son meros conceptos mentales formados a partir de la observación de los objetos sensibles. “Las ideas”, son inmutables y abarcables tan solo por el entendimiento. Por ejemplo, las ideas de Belleza, Bien, Verdad, Justicia…, existirían por sí mismas, independientes de los conceptos con que queramos revestirlas. “Las ideas”, serían, por tanto, las “causas reales”, mientras que lo que vemos en nuestra realidad tridimensional no sería otra cosa que su imitación o reflejo distorsionado.

Según Platón, el mundo de las ideas, presenta una gradación jerárquica, por planos, en cuya cúspide se hallaría el Bien (el Bien supremo). Sin embargo, para Platón y los filósofos de su época, la idea suprema del Bien, va más allá de las concepciones morales que solemos tener sobre este tema. La idea de Bien sería no solo la causa de todas las acciones “buenas”, sino el principio supremo de lo real.

En La República, Platón, trata de expresar el sentido supremo del Bien, en el mito de la caverna. En el mundo sensible, no percibimos lo real, sino sombras que nos parecen reales, mientras que “lo real”, está al margen de la percepción de nuestros sentidos.

En el Timeo, el filósofo deja entrever que el cosmos (visible y tangible y, por tanto, sujeto al nacimiento y devenir) tiene su origen en una causa activa e inteligente: el Demiurgo, el “dios” bueno y sabio. Ahora bien, el Demiurgo no crea el mundo a partir de sí mismo (no es, por tanto, omnipotente), sino que lo crea a partir de tres elementos preexistentes:

• Las ideas (perfectas y eternas).

• La materia caótica, esto es, indiferenciada (la materia original intercósmica, no asimilable a la “materia” que conocemos).

• El espacio preexistente:

«Finalmente existe siempre un tercer género, el del lugar: no puede morir y brinda un sitio a todos los objetos que nacen». (Timeo, 51, c)

Así, el cosmos creado por el Demiurgo es concebido como un ser vivo, dotado de un alma inteligente (el “Alma del Mundo”), proveniente de su creador. No obstante, son las “ideas” las que imponen al cosmos una serie de estructuras geométricas que la materia no posee en sí misma. Tales estructuras básicas, tomadas del pitagorismo serían: el tetraedro (fuego), el cubo (tierra), el octaedro (aire), el icosaedro (agua), y el dodecaedro (modelo del universo).

Para Platón, el Demiurgo ha creado el mundo sensible imitando las Ideas preexistentes (lo que podríamos llamar “pensamientos” de Dios), y los objetos sensibles (las formas), participarían de las Ideas, de modo similar a como un objeto tridimensional participa de su reflejo en un espejo.

Dios mismo se encuentra presente en cada una de las partes

Los planteamientos, tanto de Platón como de los dualistas (maniqueos, cátaros, gnósticos…), plantean la eterna lucha entre dos principios opuestos e irreductibles, considerando que, si bien el espíritu del hombre pertenece a Dios, su cuerpo pertenece a los poderes del mal. Sin duda, tales planteamientos están muy acordes con nuestras experiencias cotidianas, pues no podemos dejar de constatar, en nosotros mismos, tendencias contrapuestas. Parte de nuestro ser anhela lo mas noble, y otra parece centrarse, inevitablemente, hacia lo más bajo. Platón, influido por los órficos y pitagóricos, planteó el dualismo radical entre el alma (de origen divina) y el cuerpo. Aristóteles (discípulo de Platón), trató de superar el dualismo platónico, al postular que el ser humano es una única realidad, una única naturaleza en la que “El alma es aquello por lo cual vivimos, sentimos y entendemos” (“De anima”, 11, cap. 111,13). En otras palabras, el ser humano no consta de cuerpo y alma, sino que es un cuerpo material con un principio determinante, en unidad: el alma. En su aspecto contrario, nos encontramos, en los siglos XIX y XX, con el materialismo dialéctico de Marx y Engels, donde todo, en última instancia, es materia y solo materia, siendo contemplada la esencia del ser humano como un conjunto de relaciones económicas y sociales.

A nuestro entender, ambas concepciones surgen del punto de vista desde el que se analiza el problema. Si el análisis se hace desde la corporeidad, la dualidad es inevitable. Ahora bien, si fuésemos capaces de analizarlo desde el alma-espíritu, resulta evidente que no puede haber nada que no sea Dios mismo, por lo que la dualidad quedaría absorbida por la Unidad que preside todo el Universo. Concebiríamos cuanto somos capaces de percibir, como un Ser único, cuyas diferencias, a nuestros ojos irreductibles, serían achacables a la limitación de nuestro conocimiento y órganos de percepción.

Ahora bien, la No-dualidad, al menos desde nuestra perspectiva como seres humanos, no significa que Dios, el Todo, sea la suma de cuanto configura el Universo, sino que Dios mismo se encuentra presente en cada una de las partes. Es el fuego, el principio espiritual, el núcleo, que arde y anima todo lo creado.

 

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Fecha: octubre 3, 2020
Autor: Jesús Zatón (Spain)

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