El arte y la conciencia como un viaje hacia nosotros mismos – Parte 1

"Es fácil perder las artes, pero es difícil y largo encontrarlas de nuevo" (Alberto Durero)

El arte y la conciencia como un viaje hacia nosotros mismos – Parte 1

Nuestra forma de pensar, sentir y actuar está controlada por las condiciones y circunstancias de la naturaleza y por nuestro condicionamiento cultural. Estamos presentes en ambas realidades y ambas nos moldean y forman las herramientas de percepción con las que podemos entender y responder al mundo y a nosotros mismos.

Naturaleza y cultura

La naturaleza es la base de todo. No habría ninguna cultura sin una existencia natural. Cualquier obra que se cree sobre esta base, será mantenida o destruida por la naturaleza.

La naturaleza visible, como expresión de lo invisible y como fuente de inspiración, se retiró graduablemente de la percepción y el examen del arte, en el siglo pasado, de las realidades subyacentes, con algunos resultados magníficos, pero también cuestionables en el arte y la ciencia. La disolución de la materia y de la forma visible en energía, obtenida a través de la fisión nuclear o la producción de «biomasa» para el combustible y el biogás remiten, de forma alarmante, a lo que se ha pasado por alto por ser tan evidente: a la forma, a la figura y a su beneficiosa belleza.

Lo visible

La naturaleza visible con su plenitud de formas es interpretada, en muchas visiones espirituales, como ilusión, como Maya, como Samsara o degradada como mero «polvo». El «velo de Isis» también da testimonio del hecho de que la verdad está en algún lugar detrás, y en la famosa alegoría de la caverna de Platón, el mundo sensorial y visible se representa como un mundo de sombras, como un pálido reflejo y un eco de las ideas eternas, no como una realidad en sí misma. Incluso si se entiende lo que se quiere decir con esto, este punto de vista también puede apoyar una actitud ignorante hacia lo que es una base dada y puede permitir, indirectamente, la explotación de la «naturaleza inferior» con sus correspondientes implicaciones.

Reducir la naturaleza visible y sensorial a una mera ilusión, que nos distrae de lo esencial, es similar a la actitud que limita la realidad de una casa a sus materiales de construcción, el efecto de un cuadro de Rembrandt al lienzo, los aglutinantes y los pigmentos o una sinfonía de Mozart a las ondas sonoras físicas.

Se trata entonces de una actitud básicamente materialista que, en su unilateralidad, se relaciona con la opinión contraria, es decir, que solo la materia con su lado científicamente comprobable y útil es la realidad, y todo lo demás surge de la imaginación de una persona, que no soporta vivir en un universo sin sentido que surgió por casualidad y que, por lo tanto, tiene que «inventar a Dios» para no perderse en este vacío sin sentido lleno de lucha y necesidad.

La forma: un secreto revelador

La forma es un gran secreto, una revelación, como dice Goethe. La forma es un enigma sin resolver. No solo es sorprendente la abundancia y diferenciación en que se encuentra, sino que existe, ya que la probabilidad de que surjan seres complejos a partir de unos pocos elementos básicos, roza lo imposible.

Las formas no están prescritas como información genética. Cada molécula puede integrarse en todas las formas, de la misma manera que el material de construcción es adecuado para diferentes edificios. Sin embargo, ¿quién diseña los edificios? ¿Quién es el arquitecto de una manzana? ¿Qué fuerza, qué convencerá a los átomos y moléculas libres para que se conviertan, conectados con otros, en una hoja, una hormiga, un ser humano durante un tiempo determinado? ¿Cómo se llega al acuerdo de que de una semilla de haya se desarrolle un haya, aunque las mismas sustancias se encuentren también en cualquier otra semilla?

Ciertamente, la forma no es lo divino, como tampoco la palabra «árbol» es el propio árbol. Pero hay una conexión. La forma visible es el lenguaje o, como lo expresa maravillosamente Novalis, «Lo visible es lo invisible que ha sido elevado a un estado secreto».

Depende de nosotros si vemos la naturaleza, que no ha sido creada por los humanos y a la que pertenecemos como seres que perciben e interfieren, como una manifestación divina o como una especie de «pastel» que está ahí para que lo consumamos con avidez. La forma en que interpretamos la naturaleza nos convierte en lo que llegamos a ser y en lo que somos, ya que, hasta cierto punto, somos auto creador.

La forma, como manifestación de un potencial divino, que nace -como nosotros mismos- y vuelve a desaparecer -como nosotros-, puede interpretarse como un maravilloso encuentro y entrenamiento. Nuestros ojos son creados por la luz, nuestros oídos por el sonido, nuestros sentimientos por el amor y nuestros pensamientos por el espíritu. Estos son nuestros órganos de percepción.

Centrar la mirada en la insondable vastedad de lo obvio, en lo no espectacular, en lo evidente, me parece -en contraste con la observación de la «tele-visión»- una orientación sensata. El enigma no está detrás de la forma, es la forma misma (Goethe).

La percepción en sí misma es un acto creativo y la «actividad principal» del arte.

Espiritualidad y arte

La palabra arte puede deducirse de la habilidad, el conocimiento, la sabiduría, la perspicacia. Podemos reconocerlo si entramos en un «museo imaginario» (André Malraux).

Tanto si entramos por las exuberantes puertas en la claridad de un templo indio como si nos exaltamos en las catedrales góticas, tanto si recordamos las enormes pirámides de Egipto, que se elevan como cuerpos geométricos de piedra con una enorme durabilidad en medio de los desiertos arenosos, como si nos conmueven los éxtasis de color alegres y desesperados de Van Gogh, siempre nos llegará algo de la fuente del ser a través de las obras de arte formadas, si sabemos estar abiertos a ello.

Pinturas, esculturas y edificios se instalan en el tiempo. La imaginería, que surge de un proceso temporal de crecimiento y que lleva su propia existencia en el tiempo e independiente de su creador, se ha convertido en testigo de la fuerza creativa a través de los milenios. Si uno se encuentra ante una escultura griega, no verá su perfección de proporciones y su expresividad como una reliquia cultural anticuada, sino que la experimentará como algo relevante y válido que perdurará en el futuro. Son encarnaciones que expresan ideas, sentimientos y visiones y las representan ahora. Pero no son solo sustitutivos: contienen algo de lo que manifiestan.

Las obras de arte, que se inscriben en una tradición espiritual, son cuerpos, cuyo propósito sagrado es dar a la base no manifestada, que se describe como luz, vacío, energía o conciencia pura, un lugar en el tiempo y el espacio. Las obras de arte, que siguen esta orientación y tarea, crean un espacio atmosférico invisible, en el que lo no manifestado es lo esencial, como el espacio vacío de un recipiente. Lo insondable está paradójicamente presente y ausente al mismo tiempo en una obra de arte. La comunicación y el encuentro con la energía sin forma se hacen posibles a través del puente de la forma sensorialmente tangible.

Las líneas de fuerza impregnan cada espacio, cada formato, lo que los antiguos chinos llamaban poéticamente «arterias de dragón» y los occidentales llaman sobriamente las leyes de la composición. La composición es el arte de conectar formas y fuerzas contrastadas para convertirlas en un todo complejo, en el que las partes individuales no solo se integran sino que se potencian mutuamente. Por tanto, la composición es también el medio para armonizar las exigencias contradictorias, individuales y sociales, y convertirlos en una figura vital más amplia. Por muy personales y diferentes que sean las obras en las distintas culturas, su relación radica en las armonías y proporciones, según las cuales fueron creadas. Todas las estructuras complejas pueden reducirse a pares de formas básicas: círculo y viga (lineal), círculo y cuadrado (bidimensional), esfera y cubo (espacial).

Continua en la parte 2

 

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Fecha: enero 11, 2019
Autor: Alfred Bast (Germany)
Foto: Alfred Bast

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